Península de niebla

La poesía deja constancia de su silencio, de su sonido, de su dolor, de la pena que arruga la palabra y la hace ir a su aparente negación. En el poema toda entrega despierta el lenguaje abruptamente y lo despoja de la atadura que trae la convención, llevándolo a otro lugar del juicio, desprendiéndolo del papel para hacerlo piel, cuerpo, sangre, silencio; olor, caricia provisoria en el secreto puro de la noche y el misterio; ceniza, polvo en el aire infausto del fracaso; sonido: eco luminoso que despierta la palabra y la hace ir incandescente por el murmullo profundo de las sílabas que entonan misteriosas la armonía y la cadencia íntima del poema. Estos temas son los pasajes esenciales del recorrido por esta Península de niebla que el poeta nos ofrenda este año como expresión auténtica de sus búsquedas y de sus encuentros.

La niebla sacude el poema. Lo atrapa. Lo despoja de toda claridad. Lo hace partícipe de una nueva tierra; nunca la misma, pero sí la que aún sigue envuelta bajo el aire de la orfandad que atestigua el murmullo de los días.

Ernesto Román Orozco nos ha acostumbrado a leer el poema que se desdibuja en el papel bajo esta singular poética hoy reafirmada vitalmente. Quienes atraviesen esta niebla llegarán a otro tiempo en la palabra, a esa música que cae con la lluvia, a la letra misteriosa y recóndita del poema: la que trae un eco de otra lejanía ahora libre, callado, vivo en el rumor de la nueva plegaria que el lenguaje ha hilvanado para herir el silencio y entregarlo intacto a la tinta impura del papel.

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